lunes, 7 de septiembre de 2015

Huir hacia adelante



«[…] la revolución es siempre un proceso que implica construir los caminos propios. La idea de que “se hace camino al andar” forma parte integral del proceso revolucionario.»

John Holloway, diciembre 2010.


No parece temerario asegurar que la enésima crisis sistémica del capitalismo, y su consiguiente reestructuración de la relación entre el capital y la clase trabajadora y de las relaciones sociales en general­, supone un escenario que abre diferentes opciones. Principalmente, que el capitalismo siga su curso explotando y dominando a la mayoría de la población y, en menor medida, que los que luchamos por una sociedad distinta seamos capaces de articular, y organizar, una defensa contra el ataque de la clase dominante que además sea capaz de pasar a la ofensiva. En las encrucijadas nos vemos obligados a tomar decisiones que determinan el camino que hemos de seguir. Elegir uno siempre quiere decir desechar otros y el final del camino que elijamos jamás podrá ser el mismo que si hubiéramos arribado al mismo destino por otra ruta. Aunque la ubicación geográfica fuera la misma, el camino habrá dejado su huella en nosotros y, a la vez, habrá llenado de significado nuestra meta. El camino, el proceso de andarlo, tiene tanta importancia como el fin que se persigue.


El camino, el proceso de andarlo, tiene tanta importancia como el fin que se persigue


También hay caminos que no tienen final, que recorremos porque nos llevan a algún sitio, pero cuyo horizonte es solo la meta que guía. El cambio social, la construcción de una sociedad mejor, más libre y más justa, es uno de esos caminos sin final. Por supuesto, esto no quiere decir que la destrucción del capitalismo –sin adjetivos– no deba ser una meta concreta a cumplir. De lo contrario caeríamos en el error tan lúcidamente expuesto por Alexander Herzen cuando afirmó que «una meta infinitamente remota no es una meta, es una decepción». Ni podemos esperar eternamente a que la revolución «ocurra» para afrontar el cambio social, ni podemos postergar este último ad infinitum en aras de un pragmatismo que cava nuestra propia tumba. El capitalismo hay que enfrentarlo aquí y ahora, no cabe duda. Es cierto que debemos pensar en términos estratégicos si no queremos que los gestores de este sistema decadente nos sigan imponiendo sus ajustes y sus medidas, pero no debemos olvidar cuál es el fin último que perseguimos. Ambas perspectivas no son incompatibles, por mucho que se acuse de utópicos a quienes queremos enfrentarnos a la realidad que nos rodea sin perder de vista un horizonte de cambio radical.


La falta de pragmatismo –o más concretamente, de contacto con la realidad social e inmediata– puede ser un atributo del que, en ocasiones, adolecemos quienes tenemos una teoría elaborada sobre la revolución, siempre en términos abstractos. Esto es algo que, en última instancia nos puede mantener aislados, clamando en el desierto e inmersos en ciclos, ya perfectamente conocidos, que se reproducen sin solución de continuidad, representando nuestra absoluta impotencia –por no decir incapacidad. Sin embargo, la falta de claridad política o la amnesia de luchas pasadas y procesos revolucionarios que nos precedieron, pueden conducir a desastres mucho mayores cuando faltan precisamente en los momentos cruciales.


Cuando un gran sector de la población se pone en movimiento por un cambio social, comienza a actuar como una masa de individuos en la que ni estos realmente controlan lo que ocurre, ni aquella actúa de forma independiente de las personas o grupos que la componen. Algo similar ocurrió con el 15M. De repente, Sol se llenó de gente, se montaron tiendas de campañas, comisiones, grupos de trabajo, etc. y nadie sabía muy bien qué estaba pasando exactamente. Los acontecimientos se fueron sucediendo, el movimiento se fue conformando en función de las personas que participaron en él y de las luchas que se han ido afrontando estos años para finalmente desembocar en la situación actual. Es importante reflexionar sobre los procesos que se dieron –y se están dando–, a dónde nos han traído y, fundamentalmente, a dónde nos llevan.


Actualmente existe una tendencia concentrada en la posibilidad de entrar a formar parte de las instituciones del estado a través de la participación electoral. Lo que durante el 15M fue un rechazo mayúsculo al sistema de representación como tal –y en su conjunto–, parece despertar ahora bastante entusiasmo. Después de tres años de lucha, tras innumerables derrotas y alguna victoria, hay quien afirma haberse topado constantemente con un límite insalvable: la voluntad del poder. Frente a este hecho, se plantea como lógico buscar la manera de superar esa barrera y se argumenta que, dada la urgencia y la magnitud de la tarea a realizar, debemos hacerlo ahora y sin dejarnos llevar por la mojigatería y las reservas. Es la hora de los valientes, vienen a decirnos. Ahora o nunca. Y, en parte, es cierto. Esa ventana de oportunidad que parece estar en boca de todos como el argumento irrefutable para dar el paso a lo institucional, se abre en el momento en que el PSOE abandona definitivamente cualquier planteamiento socialdemócrata y se ve incapaz de mantener la esperanza de la izquierda, siquiera entre sus filas. Se abre un espacio político en un espectro de izquierdas propenso al reajuste del poder. Sin embargo, este es un objetivo que no cabe en quienes aspiramos a transformar las relaciones sociales que nos oprimen, y no sólo a gestionar la miseria con un poco más de consideración por las personas. Desde luego, no todos los que apuestan por el asalto institucional aspiran a ocupar el papel del PSOE, o el papel que ocupó el PSOE durante las últimas décadas. Frente a la propuesta de ganar unas elecciones generales y poner al frente de una (otra) democracia representativa a una persona, o grupo de personas, que «realmente» sí tendrían la voluntad, y la manera, de cambiar la deriva que impone el capitalismo, existe otra, también enfocada a la participación institucional, que sí reivindica una lógica desde abajo, y expresa la intención de transformar dichas instituciones y no sólo gestionarlas de otra forma. El problema reside en que al jugar en terreno adversario con las armas del enemigo, corremos el riesgo de perder no solo nuestra propia identidad, la que nos define por lo que queremos conseguir y lo que hacemos para lograrlo, sino también todo aquello que durante años se ha ido creando al margen del cauce institucional, resistiendo la integración en las estructuras estatales y luchando por generar una realidad social y una cultura política propias que nos permitieran avanzar en el camino del cambio.


Que ningún experimento se hace sin consecuencias es una de las premisas básicas de aquellos que se dedican a la investigación científica, más aún en las ciencias sociales. Por tanto, ¿cuáles son las consecuencias de esa búsqueda de poder institucional para transformar la realidad? Cuando se defiende esta opción, se alude a todos los motivos por los cuales «tiene sentido» intentarlo, a todas las posibilidades positivas que abre, pero no se analizan, o al menos no abiertamente, las más que probables consecuencias negativas. A lo sumo, desde posiciones que mantienen un poso de honestidad, se recogen los riesgos que se afrontan, para evitar caer en el triunfalismo, pero el debate es estéril cuando el argumento final es que ya se ha decidido afrontar esos riesgos. Decisión que, además, no se ha producido en el seno de un movimiento social amplio y fuerte, o en ascenso en la relación de fuerzas de una clase trabajadora concienciada en el cambio de modo de vida, sino que parte de unos pocos que, en función de su análisis político, consideran que este es el siguiente paso necesario, que el poder social debe institucionalizarse. Sin embargo, es falso que ese poder social exista –como mucho podríamos hablar de descontento social– y de lo que no se debate en profundidad es que sea posible crear ese poder social desde las instituciones del estado. Una vez más, no puede tratarse solo de valentía cuando de lo que estamos hablando es de jugarnos el futuro de las luchas que deben tumbar el sistema capitalista en su conjunto, y, en cualquier caso, es falso también que esta sea la única alternativa para unos movimientos sociales que han fracasado. Para poder argumentar el fracaso de tales movimientos, hay que analizar cuales eran sus objetivos, a corto y largo plazo, y para defender que la vía institucional es la solución habría ver en qué medida ese fracaso se debe precisamente a la no participación del poder del estado. En última instancia esta parece una tesis con un falso enunciado, ya que no se trata de que los que siempre han estado contra la participación institucional hayan abierto los ojos ahora para darse cuenta de que esa era la vía. Más bien, el planteamiento de que el poder social debe tomar los instrumentos de representación política existentes –no olvidemos que es de esas instituciones de las que estamos hablando– estaba ahí mucho antes de que Podemos hiciera su entrada triunfal. Simplemente, la coyuntura política, es decir la cita electoral, marca la agenda y se pretende hacer pasar por una decisión tomada al calor de las luchas iniciadas tras el 15M, y tras el fracaso de estas, lo que ya era un proyecto previo basado en la idea de que se pueden tomar las instituciones estatales como medio de transformación social.


Entrar en las instituciones implica asumir su lógica y, en todo caso, para «desarmarlas desde dentro» hace falta una fuerza social que no existe.


En las charlas, las presentaciones y las mesas redondas que se organizan de un tiempo a esta parte, en principio con ánimo de debatir sobre la propuesta municipalista, a la larga para convencer de la necesidad de ella, abundan los argumentos sobre por qué hay que realizar este «asalto institucional», pero se echa en falta profundizar en para qué. De nada sirve establecer como objetivo formal la superación de la sociedad capitalista si se abandona en la praxis. «La batalla institucional», como gustan de llamarla, se plantea únicamente como uno más de los frentes que debe abordar un movimiento antagonista, un frente dónde pelear la dispersión del poder, construir una base legal e institucional para la fuerza social acumulada durante estos años, abrir vías de decisión y participación ciudadana o tratar de frenar el expolio de los bienes públicos. Sin embargo, todos estos objetivos, absolutamente loables y sin duda necesarios, deben ser analizados también desde la posibilidad real de llevarlos a cabo, y sobre todo, desde el significado último que encierran. De lo contrario se está vendiendo humo, y a muy alto coste.


Las consecuencias de ese proceso de «institucionalizar los movimientos sociales» se venden como pasos adelante de unos movimientos, por un lado, incapaces de ir más allá en sus luchas y, por el otro, suficientemente victoriosos como para tener que romper «ese techo de cristal» que supondrían las instituciones en su camino al éxito. La contradicción es manifiesta. Más bien parece que la vía institucional responde al fracaso y la derrota de esos movimientos, con el riesgo de que terminen incluso dinamitando su dinámica y todo lo que fueron. ¿Quiénes pasarán a engrosar las filas de los militantes institucionales? ¿Quién quedará en esos movimientos sociales, en la base no institucional, para recoger los frutos de esa ruptura del «bloqueo institucional»? ¿Quién penetrará por esa brecha que se pretende abrir en el estado? La lucha en la calle que la participación institucional pretende reforzar muere antes de empezar. No solo eso, por el camino nos dejamos una de las mayores contribuciones, y probablemente la única que podría calificarse de victoria, de los movimientos sociales en los últimos años, que no es otra que la expresión de la falta de confianza en las instituciones del estado y, fruto de esa, el rechazo de toda forma de representación política. Cualesquiera que sean las formas de control democrático o de revocabilidad que se diseñen –siempre sujetas al marco legal de las instituciones–, la estrategia de tomar el poder político en los parlamentos, sean municipales o nacionales, supone el abandono del discurso de la autonomía por la integración en la lógica de la delegación. Por mucho que se clame que uno de los objetivos es precisamente romper con esa lógica de la representación política, lo cierto es que cualquier fórmula intermedia entre la autonomía total y una representación más democrática pasa por renunciar a la idea de que nadie haga política por ti.


Uno de los argumentos esgrimidos para legitimar esta apuesta por lo electoral es el de acercar las instituciones a la ciudadanía, transformarlas para que dejen de estar contra la sociedad y sean herramientas útiles para el enfrentamiento con las altas instancias del poder capitalista. Sin embargo, no podemos olvidar precisamente dónde reside ese poder capitalista. No son los estados, y mucho menos los ayuntamientos, quienes poseen autonomía política para llevar a cabo acciones contra las decisiones de los grandes emporios económicos. Se habla, como hemos dicho, de dispersar el poder, pero dónde reside realmente ese poder es algo que no podemos sacar de la ecuación, y menos aún cuando lo que se propone es tomarlo primero. Las decisiones políticas no son decisiones individuales, se enmarcan dentro de un sistema económico y responden a una lógica de gestión de las necesidades de ese modo de producción. Por más que defiendan unos intereses de clase, no podemos pensar que son ajenas a la marcha del sistema.


Los ejemplos que se dan sobre el «bloqueo institucional» que las luchas sociales deben superar refuerzan la idea de que el asalto a las instituciones no solo es necesario sino lógico. Sin embargo, no hacen sino constatar que la derrota estaba anticipada en el momento en que se plantearon los objetivos, que el techo no es de cristal sino de roca viva y que se trata de una calle sin salida. Por tanto, el paso es, efectivamente, hacia adelante, pero no la continuación lógica y valiente de una victoria, sino la huida ingenua –o no– de una derrota.







El simple hecho de plantear una ILP como una posible herramienta de lucha, no solo es una delegación del poder de cambiar las cosas, dejando la ejecución de ese cambio en manos ajenas que, además, tienen intereses manifiestamente opuestos, es también la ingenuidad de pensar que un millón y medio de firmas equivalen a un poder real con el que forzar un cambio en la política de vivienda. Ante esa situación, querer ocupar la posición necesaria para poder tramitar la ILP implica concebir el estado, o sus instituciones, como un instrumento y no como una relación social que determina su propia dinámica. Sin embargo, el estado capitalista no existe fuera de las instituciones que lo conforman, éstas no son simplemente una forma que llenar de contenido político. Entrar en las instituciones implica asumir su lógica y, en todo caso, para «desarmarlas desde dentro» hace falta una fuerza social que no existe, entre otras cosas, porque esta iniciativa no parte de un movimiento consolidado, ni de una clase autoorganizada que trata de avanzar en la relación de fuerzas ­–o de afianzar su posición en ella–, lo que correspondería a la lógica de «dar una base institucional legal a un poder constituido desde abajo». En primer lugar, ese poder constituido «desde abajo» no solo no existe, sino que corre el riesgo de no ver la luz si se apuesta por esta vía. Se pretende que la «fuerza social acumulada estos años tenga un frente de batalla institucional», pero son quienes pretenden batallar en ese frente quienes quieren dar el paso de crearlo –como ya he dicho, más debido a sus propias necesidades, justificadas por un determinado análisis político, que a una opción surgida de la deriva victoriosa de esa fuerza social– arrastrando los espacios de creación de poder social a una lógica electoralista, primer escalón para lograr el poder político. Una vez logrado, mantenerlo pasa por otras cuestiones, relacionadas con la autonomía de ese gobierno respecto a las necesidades económicas del sistema que se gestiona, que no son las de generar un movimiento de ruptura de cambio con la lógica del capitalismo. Dice John Holloway que cualquier gobierno ­ha de buscar la canalización entre la rabia de los movimientos sociales y la reproducción del capital. No es un problema menor que resolver asegurando que «desde dentro» podremos enfrentarnos mejor al expolio capitalista. Máxime cuando ya hemos dicho que ese camino no se recorre sin consecuencias, como pretenden hacer creer quiénes se prestan a hacerlo. El debate debería ser qué tipo de organizaciones, o si se quiere jugar con los significados flotantes de instituciones, queremos oponer a las que corresponden al estado capitalista, y no de qué forma podemos integrarnos en él. Al final, lo que se está planteando por la vía de la participación institucional es que no podemos tener alternativas a la gestión política del capitalismo contemporáneo.


No se trata de lo que se podría conseguir tomando las instituciones locales, o no tan locales, generando espacios de legitimidad institucional para los movimientos sociales y facilitando grietas para una desobediencia civil efectiva, sino lo que está en juego en ese proceso. Es fácil dar por bueno un escenario en el cual se disponga de vastos recursos (monetarios y de infraestructuras) para el fortalecimiento de los de abajo, e incluso se contemple la posibilidad de dar respaldo legal, y por tanto legitimidad social y política, a las luchas que se enfrentan contra los intereses económicos, las élites y las potencias supraestatales. Pero la cuestión es, en primer lugar, si eso es posible. Y en segundo lugar –ya que a la primera cuestión parece ser suficiente con responder: merece la pena intentarlo– si es deseable, analizando las consecuencias que conlleva, tratar de conseguir el poder político necesario para llevar a cabo esa transformación desde, o a través de, las instituciones del estado. Los análisis de coyunturas políticas no son un argumento de peso para justificar una opción de lucha, ni siquiera cuando no son erróneos. Es imprescindible una reflexión sobre la meta a la que conducen y el camino que ha de recorrer esa lucha para asegurarnos que no estamos profundizando en la derrota. Encontrarse con obstáculos en el camino no supone que haya que cambiar de rumbo, ni siquiera para dar un rodeo, sino que debemos buscar las formas de sortearlo para continuar.


El camino del estado no es un paso virgen, ya ha sido transitado. Analizar profundamente las experiencias que dejamos atrás y valorarlas a la luz del presente puede ser una buena fórmula para ver a dónde nos llevan los caminos que tomamos. A veces, en la oscuridad de la noche y la soledad del viajero, podemos optar por vías que nos alejan de nuestro destino; no echar a correr puede ser, en estos casos, una buena sugerencia.


https://www.diagonalperiodico.net/blogs/equilibrismos

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