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Las definiciones que se pueden dar del comunismo son múltiples, incluso sin tener en cuenta la
dictadura estatal que conforma la realidad de los países del este o de «las naciones liberadas»
del tercer mundo y el programa de los partidos y grupúsculos que se arrogan esa etiqueta.
Si para muchas personas esa triste realidad evoca el término comunismo, es debido -entre
otras razones-a que es más fácil concebir la transición de un sistema de explotación a otro que
una sociedad que suprima la explotación. En cuanto al planteamiento de un largo periodo de
incrustación del comunismo en el capitalismo durante el cual el primero se consolidaría en
detrimento del segundo, es un absurdo. Es esta absurda idea la que se proponen realizar los
diversos «socialismos», especies de modo de producción mal definido, cuyos defensores no
han podido nunca exponer sobre qué relaciones sociales se basa, si no es en el mero
reemplazo de la propiedad privada por la propiedad estatal y de la «anarquía» del mercado por
la planificación –conservando las bases del capitalismo: trabajo asalariado y mercancía–.
El comunismo, tal como nosotros lo entendemos, es ante todo la tendencia a la comunidad
humana que bajo diferentes formas se ha caracterizado por la búsqueda de un mundo donde
no existiese ni ley, ni propiedad, ni Estado, ni discriminación que separe, ni riqueza que
distinga, ni poder que oprima.
El comunismo no es una política. No es un programa que se trataría de oponer a otros
programas y de hacer triunfar por la fuerza de su argumentación o por la violencia de las
armas. Quienes se adscriben al comunismo no ambicionan la conquista del Estado y la
sustitución del poder injusto y perverso de la burguesía por el suyo, justo y responsable. El
triunfo de lo político, con el Estado, no es nuestro propósito. Es la clase capitalista quien lo ha
realizado, a nuestro entender. El Estado no es, ante todo, los ministerios, los palacios
presidenciales... es el ejercicio del poder político por una parte de la sociedad sobre el resto.
Más allá de las diferentes formas de organización del poder, de la intensidad de la opresión
sufrida, la política es la división social entre dominantes y dominados, la división de los
hombres entre dueños del poder y sujetos al mismo. La revolución comunista, si tiene lugar,
será la eliminación y no la consumación de esta tendencia. Así las nociones de democracia y
dictadura, referidas a las formas jurídicas del poder estatal tal y como fueron formalizadas por
la filosofía de la ilustración, dejarán de tener sentido. La dictadura, como la democracia,
provienen de la exigencia de mantener la cohesión social, ya sea mediante la coerción, ya sea
por la idealización, en una sociedad cuyo movimiento rompe los lazos tradicionales y
personales entre los grupos y los individuos. El comunismo representa, por contra, la
manifestación de otras relaciones, de una comunidad humana. La revolución comunista no
puede ser desde sus primeros pasos, más que el acto fundador de esa comunidad. Creer que
deberá reconstruir, despótica o democráticamente, una comunidad ficticia, es fundarla en su
origen sobre la negación de su propia dinámica. Todos los subterfugios, a este propósito, no
cambian nada: los himnos a la Política, el culto al Estado, no son ni el comunismo ni el camino
desviado (!) que puede conducir a él.
El comunismo no es, tampoco, un tipo de organización económica o una nueva distribución de
la propiedad. La comunidad comunista no se instaurará sobre la propiedad «común» pues el
concepto de propiedad significa acaparamiento, posesión de unos en detrimento de otros. La
circulación de los bienes no podrá efectuarse según las modalidades del intercambio: un bien
por otro. En una sociedad en la que nadie está excluido no puede sino ignorarse el intercambio,
la compra y la venta; el dinero. Habrá utilización colectiva o individual de lo que produce la
comunidad. La lógica de la compartición sustituirá a la lógica del intercambio. Los seres
humanos se asociarán para llevar a cabo tal o cual acción, compartir tal placer o cual emoción,
y responder a una u otra necesidad de la comunidad, sin que tal agrupamiento adopte la forma
de Estado –la dominación de unos sobre otros–, o de empresas que emplean a trabajadores
asalariados y que cuantifican en dinero su producción. No se podrá hablar, en una sociedad
así, de «leyes económicas», leyes que son actualmente la expresión de la dominación de las
relaciones mercantiles.
Con la abolición del Estado, del dinero y de la mercancía, existirá un control consciente de los
seres humanos sobre su propia actividad a través de las relaciones e interacciones existentes
entre ellos y entre ellos y el resto de la naturaleza. El comunismo será una sociedad donde la
primera riqueza resida en las relaciones humanas; donde el conjunto de los seres humanos
tenga la posibilidad de querer realmente lo que hacen, el tiempo y el espacio en que viven y
que dependen de ellos mismos. Supone también la libre asociación entre mujeres, hombres y
niños, más allá de los roles de dependencia y sumisión recíproca. Asimismo, el comunismo
comporta la toma de conciencia en torno al hecho de que la escasez o la miseria no dependen
de una escasa acumulación de medios, de cosas y de objetos, sino que proviene de una
organización social fundada sobre el acaparamiento por parte de algunos en detrimento de los
demás.
Todo lo cual implica que en el comunismo, la tendencia a la comunidad humana no es el
producto exclusivo de las contradicciones del capitalismo. Desde nuestro punto de vista, este
no tiene más que una contradicción insuperable: la especie humana. Se puede pensar que el
capitalismo ha desarrollado las bases que permiten o favorecen el advenimiento del
comunismo (desarrollo de las fuerzas productivas, homogeneización de las condiciones de
explotación...).
Pero este es un juicio a posteriori. Si los modos de producción anteriores no han conducido al
comunismo, no es posible afirmar que fuera algo ineluctable. El modo de producción capitalista,
de todas formas, no ha ofrecido ninguna novedad.
La dominación del capitalismo presentándose como la culminación de la historia de la
humanidad, ha producido explicaciones del pasado en las que las relaciones entre los hombres
están entendidas siempre bajo el signo de la conquista del pastel cuyas partes no son siempre
suficientemente grandes para todos. Esta presuposición de la escasez como fenómeno
invariante, al cual se enfrentaría la especie humana desde sus orígenes, hace abstracción de
las relaciones concretas entre los hombres ya sea que reposen sobre la cooperación o la
explotación. Tal suposición escamotea que la oposición entre necesidades y escasez es, de
hecho, la expresión de condiciones sociales en las que los seres humanos se hallan divididos
entre explotadores y explotados. Así, la escasez produciría la violencia humana, siendo ésta
felizmente canalizada por el desarrollo de la economía. La competencia entre los hombres
producida por este desarrollo crearían una vía de salida a esa violencia, convirtiéndose en un
factor beneficioso ya que el desarrollo de las fuerzas productivas permite colmar la escasez
original, permitiendo a los hombres disponer cada vez de más objetos, de más cosas. El
Capital habrá, así, creado una elevada productividad que permita a los hombres acabar con la
división social en clases ya que el crecimiento de los recursos de los cuales la humanidad dispone actualmente, no «necesitaría» ya la apropiación por unos hombres en detrimento de
otros.
Pero si «fuerzas productivas» y «relaciones de producción» no pueden desarrollarse de forma
armoniosa (sin crisis, guerras...), ambas expresan las mismas relaciones entre los hombres que
determinan lo que debe ser producido y los medios para producirlo. El Capitalismo al ser un
sistema social en el que existe una generalización y extensión de las relaciones mercantiles,
implica que la búsqueda de la valorización del dinero haga abstracción de todo lo que le
concierne con el único fin de convertirlo en mercancía. Todos los medios que permiten ahorrar
tiempo y reducir los inconvenientes e indeterminaciones en la realización del producto con el fin
de asegurar su intercambiabilidad son adoptados para dar forma a un proceso continuado de
producción de mercancías. La búsqueda de medios que aseguren la vitalidad del mercado se
orienta, de un lado, en el sentido de introducir en los hombres nuevas «necesidades» y
hacerles sufrir nuevas «penurias» y «carencias» y, de otro, a reducir sus capacidades de
iniciativa y a mutilar sus facultades intelectuales y corporales. De la manufactura al maquinismo
industrial, de la automatización a la informática y la robótica, se vislumbra cómo los hombres
son más superfluos, reduciéndolos a un conjunto de gestos predeterminados sobre los que no
tienen ningún poder, llegando a hacer incluso superfluas las relaciones entre ellos, tan
ocupados como están en vigilar y controlar unos procesos que se les escapan completamente.
El desarrollo de las fuerzas productivas expresa la dominación de la mercancía en su
movimiento de reducción de la actividad humana a puro gasto de energía. No es pues la
comunidad, la realización de los hombres, la felicidad, lo que puede traer consigo sino
únicamente mercancías.
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